
Los territorios de Beiro y Norte albergaron un paisaje idílico serpenteado de pequeñas casas y jardines. Foto: J. A. Fernández
Nadie mínimamente sensato y con los pies en la tierra imaginaría que a comienzos del siglo XVI los entornos de Granada eran un idílico paisaje donde pequeñas casas y jardines formaban una fábula de bosquecillos, acequias y multitud de manantiales cristalinos.
En su día, los barrios que hoy se extienden entre el Arco de Elvira y el barranco de San Jerónimo albergaron tal espesura y variedad de árboles que apenas permitían distinguir el cielo. En el interior de este inmenso vergel, kilómetros de caminos y carriles serpenteaban ocultos a la vista. Y allá donde existía un lugar fresco y sombrío, centelleaban casas blancas y encaladas junto a pequeños estanques y jardines hechizados por los efluvios de mirtos y rosales. Eran tantos estos lugares, que si hubieran estado juntos habrían conformado una ciudad no menor que Granada.
A comienzos del año 1246 las bondades de estos campos septentrionales de La Vega eran ya tan célebres que el rey de Sevilla, Aben-Abid, fue instalado junto a su séquito en un hermoso palacio situado en el Cercado Alto de Cartuja. De esta construcción, aún podemos encontrar hoy innumerables restos de los estanques donde los cortesanos celebraban sus batallas navales.
Por desgracia, la riqueza de este paraje natural y su escasa protección lo convertirían pronto en el blanco principal de las hostilidades y rapiñas que durante siglos afectaron a la ciudad. Estas circunstancias y la posterior expulsión de los moriscos serían los factores decisivos para su progresiva degradación y abandono. Aun así, un buen número de los antiguos asentamientos constructivos lograron sobrevivir hasta mediados de los ochenta integrados en buena parte de las estructuras de las caserías de esta zona.
La implacable especulación urbanística ejercida en los años ochenta y los escasos esfuerzos institucionales por mantener vivas las raíces históricas y culturales de estos barrios, han contribuido desde entonces a despojar a sus habitantes del legítimo patrimonio cultural que Granada les había legado. Un fenómeno de aculturación que dura hasta nuestros días.
Así, en la actualidad, sin recurrir a viejos libros, es muy difícil que los vecinos hayan oído hablar de que en el año 1090 el príncipe almorávide Jusef y sus tropas africanas sitiaron la ciudad de Granada, precisamente, desde un campamento instalado a orillas del Beiro, hasta que dos meses después claudicó el emir zeyrita, Abdalla ben-Balkin ben-Habuz.
Tampoco disfrutan de una considerable difusión entre la ciudadanía los espectaculares hechos que acontecieron siendo gobernador de la ciudad, Alí Ben Abú Bekr, en el año 1144. Y en los que, según narran las crónicas, encontrándose sitiado en las Torres Bermejas y previendo una muerte prácticamente asegurada —tras la llegada a Granada de los alcaides rebeldes de Murcia, Abú Giafar, y de Jaén, Aben Gozei, al frente de 24.000 infantes y 12.000 caballos— resolvió aventurarse a abandonar la fortaleza y descender en plena noche hacia el Genil para salir al encuentro de las tropas murcianas que había acampadas en los márgenes del Beiro. Aquí tendría lugar un ataque tan despiadado que hasta el mismo caudillo de Murcia, Abú Giafar, acabó pereciendo a orillas de este río.
Pero quizás, uno de los acontecimientos épicos más extraordinarios de los que fueron escenario estos parajes son las salvajes correrías llevadas a cabo en el Reino de Granada por las tropas del infante don Pedro de Castilla y de su tío, don Juan señor de Vizcaya, hermano del rey Sancho IV de Castilla e hijo de Alfonso X el Sabio.
El Desastre de la Vega
Llegados en número de 9.000 caballeros durante la víspera del día de San Juan del año 1319, los castellanos pasaron dos jornadas talando árboles, quemando fincas y saqueando por doquier todas las casas que encontraban a su paso. Su extrema depravación y desmesurada codicia les condujo incluso a cometer la imprudencia de vadear el Beiro e internarse monte arriba por el cerro de Cartuja para desvalijar las nobles quintas de Aynadamar, donde causarían auténticos estragos.
El 26 de junio, tras contemplar desde las murallas el desolador estado de los arrabales de la ciudad, el Sultán Abul Walid Ismail daría la orden de que 5.000 caballeros granadinos partieran de inmediato a interceptar a los cristianos que, agotados por el intenso calor y los esfuerzos efectuados en jornadas anteriores, habían decidido replegarse a la retaguardia para disfrutar del gran botín capturado.
Aunque hubo algunas escaramuzas previas, el brutal encuentro entre ambos ejércitos tuvo lugar cerca del Genil, en la localidad de Pinos Puente. El infante don Pedro, que había quedado rezagado, murió tratando de rescatar el estandarte de Castilla y de impedir la desbandada de sus soldados a través de las aguas del río, donde la mayoría terminarían ahogándose. Una suerte similar corrió su tío, el infante don Juan, Señor de Vizcaya, que al acudir en auxilio de su sobrino, sufriría un ictus cerebral y quedó abandonado, aún vivo, a lomos de su caballo en las profundidades de un barranco, donde finalmente acabó pereciendo.

El sultán dispuso engalanar la Puerta del Vino para recibir allí el cadáver del infante don Juan de Vizcaya. Foto: J. A. Fernández.
Llegados a este punto, las crónicas del que fuera conocido como ‘Desastre de La Vega’, nos narran que el hijo del de Vizcaya, Juan el Tuerto, rogó al Sultán que buscara y diera sepultura a los restos de su padre. Y que el monarca granadino, compadeciéndose del horror padecido aquel día por los católicos, ordenó a sus mejores emisarios partir a buscarlo entre los cientos de cadáveres que poblaban el campo de batalla. Una vez localizado, su guardia lo trasladó hasta la capital con honores de funeral Real.
Algunos relatos pródigos en detalles señalan que la comitiva fúnebre atravesó toda esta parte de La Vega, entró por el arco de Elvira y ascendió por Gomérez hasta la Alhambra, donde fue recibida por toda la corte palatina vestida de blanco. Y que, una vez identificado el fallecido por su armadura y vestimentas, el monarca encargó lavar y embalsamar el cuerpo para introducirlo en un ataúd cubierto con paños de oro.
La leyenda añade además, que el Sultán dispuso engalanar y custodiar la estancia principal de la Puerta del Vino para que el cadáver del Infante permaneciera allí hasta que los emisarios castellanos concretasen el lugar exacto donde acudirían a recoger los restos de su señor.
Estas viejas crónicas, ahora olvidadas, corroboran que los espacios periurbanos que ocupan los barrios del Beiro —pero también los situados en el distrito Norte— fueron desde hace siglos el contexto donde se desarrollaron épicas y cruentas batallas, saqueos y correrías de unos y otros. Es decir, lugares con una rica historia propia que no pueden quedar relegados al papel menor de barrios dormitorio.
Crónica de lujo para una historia la nuestra desde luego de lujo. Gracias por amenizarnos con estas letras que nos acercan a la realidad de lo que somos tendiendo un puente a lo que fuimos.
Andrés