Excluidos, vayan donde vayan

Son más de las seis de la tarde de un martes de noviembre. En un espacio al aire libre próximo al colegio de los Agustinos, en la frontera entre Camino de Ronda y La Chana, un hombre menudo espera a que un camión termine de cargar la chatarra que él ha estado recogiendo durante toda la jornada. Tiene 27 años, nació en el norte de Rumanía y lleva más de una década en Granada. Aquí han nacido sus tres hijas, se le cae la baba cuando habla de ellas. 

Mientras entra la noche en ese descampado convertido en chatarrería, donde él y otros como él guardan sus carritos al terminar de trabajar y vuelven a recogerlos en cuanto despunta el día, comenta que vive en La Chana de alquiler con su mujer, sus tres niñas y su padre. Antes también convivía con ellos su madre, pero ahora está en Rumanía. Si se suma lo que sacan él y su progenitor, los ingresos de la familia pueden llegar, con suerte, a los 1.400 euros al mes. «Pero hay meses en los que no gano ni 300, y aun así tengo que pagar el alquiler, la luz, el agua, la ropa de las niñas, los zapatos…», enumera.

Menos mal que ahora le pagan a 16 céntimos el kilo, que son tres céntimos más que el año pasado. Pero, vaya lo uno por lo otro, en invierno recoge menos que en verano. «La gente se deshace de más cosas cuando llega el calor», dice, con un deje de tristeza. En ese sentido, parece que le gustaría que fuera siempre verano.

En este descampado, los rumanos dejan la chatarra que recogen por Granada para su posterior venta. Fotos: Lucía Rivas

El joven tiene nombre y apellido, por supuesto. Pero no los da para la ocasión. Y mucho menos se deja fotografiar. La comunidad gitana rumana a la que pertenece es muy mirada para esas cosas. Primero, porque sabe que normalmente esas fotos son para ilustrar reportajes que no dejan a los suyos en buen lugar. Y después, porque pueden ser vistas en su país de origen gracias a internet y no les gusta nada que allí sepan que viven igual que antes, que no han progresado demasiado. Quieren que piensen que lograron despegar. Tienen orgullo. 

A unos pocos les molestan, porque sí

En el barrio serán entre 150 y 200. En el resto de Granada habrá otros tantos, aunque es difícil precisar eso porque no todos están censados. En La Chana hay muchos vecinos que les ayudan, vecinos que hasta les pasan comida por la ventana de vez en cuando. Pero a otros, a una minoría nada silenciosa, les molestan. Su sola presencia les desagrada. 

Ellos, los rumanos gitanos, también llamados Rromá, no le dan mucha importancia. De hecho, se sienten mejor aquí que en Rumanía, donde la animadversión hacia los de su etnia es bastante más acusada. En algunos puntos de su país de origen, los más frecuentados por el turismo, tienen la entrada prácticamente vetada. Aquí no es lo mismo un rumano que un gitano rumano. Allí, mucho menos. Vayan donde vayan, están excluidos.

¿Con motivo? Cierto es que, como en todo colectivo, hay manzanas podridas. Elementos que se han visto involucrados en peleas y robos. Pero el chatarrero menudo que espera que el camión se lleve su trabajo del día reflexiona sobre lo injusto que es generalizar. «Hay españoles que también roban y no los acusan. Si un rumano matara a una persona, ¿hay que culpar a todos los rumanos de eso? Ahora mismo, en la placeta, podrá haber seis o siete rumanos gitanos, pero yo no estoy allí. Estoy aquí, buscándome la vida. Si hay una pelea allí, ¿yo qué culpa tengo? Yo no me meto en líos ni en problemas», expone.

Cuando menciona la placeta, probablemente se refiere a la Plaza de La Unidad, donde no es un secreto que hay problemas de convivencia. Lo que pasa es que una cosa es encajar a las mil maravillas la diversidad, que es muy complicado, y otra bien distinta señalar por sistema al eslabón más débil de la cadena como la responsable de todo lo malo. Y entre eso último y el racismo y la xenofobia hay una línea muy fina. 

Culpables de todo

Así lo ve Pablo Simón, médico de familia que ejerce en un centro de salud de Chauchina y es voluntario de Médicos del Mundo, organización que atiende a los rumanos gitanos de La Chana. Simón, por lo pronto, entiende que culpar a los rumanos gitanos de, por poner un ejemplo, la crisis del comercio en la barriada, revela «una falta de análisis increíble». Apunta que es muy probable que los negocios tengan otros enemigos mucho más poderosos, que adoptan la forma de grandes superficies. 

El doctor Pablo Simón recibe a unos rumanos gitanos en la sede de Médicos del Mundo, en la barriada de La Chana.

Pero es que el médico va más allá. «En La Chana hay más de 35.000 habitantes.  No puedo aceptar que, en ese colectivo tan amplio, sean sólo 200 los que lo complican todo», razona, para añadir que, hace ya tres años, en una reunión que mantuvo con miembros de asociaciones de vecinos, policías y representantes del colectivo gitano rumano, les retó a hacer una lista de los pecados de estos últimos. «La respuesta fue que sacan ropa de los contenedores y las dejan en el suelo, que ensucian la Plaza de La Unidad, que hablan a gritos… Eran cosas así, todas. Y no es que yo justifique lo que hacen mal, pero… ¿Eso es todo lo que se les achaca? ¿Tan grave es?»

«Son chivos expiatorios», continúa, y con un deje irónico recuerda que una trabajadora social le dijo una vez que, cuando empezaron a llegar rumanos gitanos a La Chana, a finales de los noventa, «los subsaharianos y los marroquíes subieron en la escala social, hasta el punto de que ahora no hay problemas con esos dos grupos porque los responsables de todo son los gitanos rumanos».

Tiene claro que, aunque pueda proceder de una minoría, existen «actitudes racistas» que además espolean formaciones como Vox. Un partido al que acusa de «alimentar ese rechazo e inocular en el barrio un sentimiento contrario». Ese discurso, incide, «no debería calar en un sitio como éste, un barrio obrero donde viven los descendientes de muchos que tuvieron que emigrar, pero sí que lo hace», añade. 

Salvador García, otro médico que colabora con la organización, abraza a una gitana rumana que llegó a la sede pidiendo ayuda.

Cala hasta el punto de que, rememora, cuando hace unos años hubo en la zona una oleada de robos en el interior de viviendas, los gitanos rumanos fueron considerados los autores, sin más pruebas que el rumor que corrió de boca en boca. «La policía investigó y desmanteló finalmente una banda organizada que había cometido esos delitos y que estaba compuesta exclusivamente por españoles. Pero eso a algunos les dio igual, ya tenían en la cabeza que eran los rumanos gitanos y con eso se quedaron». 

Ayuda en todos los sentidos

Pablo Simón los conoce bien porque trabaja con casi veinte unidades familiares. Cada tarde los ve pasar por la pequeña sede de Médicos del Mundo, donde acuden las mujeres (ellos están trabajando) para pedir ayuda. No saben, por ejemplo, defenderse en el complicado mundo de la burocracia. «Si para los mayores del barrio ya es difícil eso de pedir una cita en el médico, para ellos, que no dominan el idioma, lo es mucho más. Por eso a veces la solución más sencilla es que, si necesitan algo para la tos o para la fiebre, se lo demos nosotros», comenta el doctor, que revela otra función que él y otros voluntarios asumen: convencer a muchos de que deben vacunarse contra la Covid, que dejen de creer los bulos que se difunden en Rumanía y que les llegan por las redes. 

Las mujeres son las que llevan la casa, siguiendo el modelo patriarcal clásico. Allí son las que mandan. Se ocupan de que todo esté bien y del cuidado de los niños. Algunas también mendigan en la puerta de los supermercados, no hay por qué negarlo. Como tampoco que venden en los mercadillos  supuestas antigüedades que han recogido en la basura. O que no todas ponen el celo que deberían en que los hijos vayan a la escuela cada día. Hay absentismo, es un hecho. Pablo Simón lo reconoce y culpa de ello en primer lugar a los padres, pero hace responsables subsidiarios a los servicios de detección del sistema educativo. «Aquí la impresión es que, cuando falta un niño rumano al colegio, todo el mundo mira para otro lado», resalta. 

Aunque peor aún es que el fracaso escolar sea altísimo entre los niños rumanos gitanos. «Se reproducen, por desgracia, los esquemas de las anteriores generaciones. Cuando llega un cierto momento, los chicos se dedican a la chatarra y las mujeres dejan de estudiar y se ponen a cuidar del hogar», lamenta.

A la sede  no sólo llegan las rumanas gitanas a pedir medicinas. También a reclamar asesoramiento para solucionar los problemas derivados de las subvenciones, que no llegan o lo hacen de tarde en tarde. Dos mujeres han ido esa tarde a ver a Pablo, acompañadas por sus tres hijos. El más pequeño de todos, que no llega a los tres años, es un huracán al que, si se le da un metro, desconecta la impresora o revolea los papeles que encuentre a su paso. Con una sonrisa de oreja a oreja, eso sí. 

De alquiler o de okupas

Ellas tampoco quieren ser fotografiadas, claro. Una vive en una casa de alquiler desde hace ya bastantes años -cuando aún había arrendadores dispuestos a confiar en ese colectivo, ahora es bastante más difícil- y otra en un piso ocupado, que en su día tuvo otros propietarios pero que ahora pertenece a un banco. La primera se lamenta de que desde hace tres años no le llega la Renta Mínima de Inserción Social (Remisa) que otorga la Junta de Andalucía, así que, resalta, «nos tenemos que apañar con el dinero de la chatarra para pagarlo todo, y cuando no hay chatarra, no comemos nada». 

Todos los rumanos gitanos que aparecen en este reportaje accedieron a ser fotografiados, pero de espaldas, y no quisieron dar sus nombres.

La preocupación de la otra es que días atrás le visitó el que, por lo que cree, es «un abogado del banco» para anunciarle que en breve recibirá «una carta del juzgado». Teme que se avecine un desahucio y no entiende por qué, si ha vivido allí «cuatro años sin ningún problema con los vecinos».

Dicen que no han percibido racismo explícito en su entorno. «Hay mucho más allí. En Rumanía hay más rechazo a los gitanos rumanos. Los rumanos rumanos no nos quieren, nos quieren más aquí que allí», trata de expresar una de las residentes, en un español bastante precario. 

Un racismo «sutil»

Pablo Simón entiende que sí que hay racismo aquí, pero es «más sutil» que el rechazo puro y duro. Se basa en la premisa, muy extendida por lo demás hacia otros colectivos, de que el diferente estorba. De ahí que, por ejemplo, haya quienes acusen a los rumanos gitanos de ser unos derrochadores cuando, tras ocho meses de espera, reciben una ayuda oficial de 5.000 euros y tardan sólo un par de semanas en gastarla. 

«No es que la derrochen, es que durante todo ese tiempo que han estado sin cobrar, han recurrido a prestamistas que les han dejado el dinero pero a intereses de usura. Porque ellos, por supuesto, no pueden pedirle un crédito al banco. Si reciben mil euros de un usurero, tienen que devolver luego 1.500. Y si no, su familia, especialmente la de Rumanía, lo va a pasar mal», cuenta. 

Las dos rumanas que se han desplazado a la oficina no representan al colectivo gitano en su conjunto en lo referente a la vivienda. Porque algunos siguen viviendo en chabolas, en poblados que, menos mal, ya son menos frecuentes. Otra de las funciones de Médicos del Mundo, en ese sentido, es impedir que esos emplazamientos, como ocurrió en 2019 en la antigua azucarera de San Isidro, se desmantelen «sin procurar a quienes las ocupaban una solución habitacional». Objetivo que han logrado hasta ahora gracias a la colaboración de los servicios sociales del Ayuntamiento.

Otro detalle de la chatarra que se acumula en el descampado y que ya ha provocado las quejas de algunos vecinos.

«La verdad es que se portan, pero el problema es que en España, y por extensión en Granada, apenas hay viviendas sociales. Si en España hay un parque de 500.000, en Francia es de tres millones y medio. Desde la administración local se ofrecen soluciones intermedias, como llevarlos a una pensión. Se van haciendo cosas, pero nunca es suficiente», lamenta. 

Autónomos y libres, pese a todo

¿Les irían mejor las cosas si se dedicaran a hacer otros trabajos? Puede que sí o puede que no, pero cambiar hábitos ancestrales es difícil. Los calderar, que es un subgrupo dentro de la etnia gitana en Rumanía al que pertenecen los residentes en La Chana, se ocupan del hierro desde hace siglos. Ya herraban caballos en la Edad Media. Después, cuando ese oficio fue desapareciendo, se encargaron de la chatarra porque algo tiene que ver con el hierro. Y recogerla es algo que prefieren antes que irse a vendimiar o a la campaña de la aceituna porque, como explica Simón, les da más libertad. 

Dice sobre eso que los rumanos gitanos «no están nada acostumbrados a tener a una persona detrás dándoles prisa. Si van a la recogida de la fresa, a los tres días se vuelven. Ellos trabajan muchas horas al día, cogen el carro a las siete de la mañana y están todo el día pateando Granada, a veces hasta las diez de la noche, pero no les manda nadie y tienen autonomía, así que pueden comer en casa con su familia, que es algo que valoran mucho. Al igual que valoran no separarse de ella para irse a cosechar varios días».

Entiende que lo suyo sería que, por lo menos, se les deje trabajar en paz. Y ve muy bien que, tras lograrse un acuerdo con el Ayuntamiento, más de diez chatarreros pudieran agrupar sus enseres en el descampado que se menciona al principio de esta historia. Pero hay vecinos que ya están poniendo el grito en el cielo. ¿Por qué? El médico no ve otra explicación que la que ya ha mencionado: «Les molestan. Su sola presencia les molesta». 

Comentarios en este artículo

  1. Enhorabuena por el artículo, Guillermo. Te sigo con mucho interés.

    Antonio Folgoso
  2. Bueno, no has mencionado lo de la basura que deja en la plaza, los niños meando y cagando allí, los robos etc etc. Yo también soy inmigrante pero por lo menos se respectar. Vivo en una calle donde hay dos familias y los gritos de la mujer, los gritos del hombre cuando viene borracho después la policía aquí cada dos por tres, claro así molesta!!!!!

    Tut
  3. Se quejan de ser excluídos pero el ayuntamiento les permite algo que no permiten a los demás: ocupar un terreno para acumular chatarra. Y les parece raro que a los vecinos no les guste ver un vertedero cerca de sus casas , un vertedero que además solo permiten a esta gente por ser gitanos, no se lo permitirían a esos vecinos.
    Se quejan de que son pobres pero no quieren trabajos por cuenta ajena porque no les gusta que les metan prisa ni les den órdenes. De paso meten la cuña de que quieren estar con su familia, cosa que parece que nos la venden como algo exclusivo de los gitanos.
    Vamos , que no quieren hacer los ESFUERZOS que hacemos todos los demás para ganarnos la vida. A ninguno nos gusta que nos metan prisa, nos manden, no ver a la familia, etc…
    Pese a su actitud poco favorable al trabajo por cuenta ajena y sus constantes ingresos EN B , a veces les dan ayudas.

    Y con todo eso nos dicen que son «excluidos», que hay racismo, etc…

    Paaayo

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