
Gregorio García, propietario del Oleum y presidente de la Federación de Hostelería. FOTO: Lucía Rivas
Medir con datos exactos la incidencia del coronavirus en los bares, restaurantes, cafeterías y establecimientos hoteleros de Granada es complejo, pero sí se pueden hacer aproximaciones y estimaciones que, desde luego, arrojan resultados catastróficos.
Desde la Federación Provincial de Hostelería, su presidente, Gregorio García, enumera algunos de esos efectos: el 75% de los hoteles están cerrados y los que han reabierto están al 30% de su capacidad. En cuanto a los bares y restaurantes, vuelven a tener las puertas (y terrazas) abiertas entre el 60 y el 70%, con las lógicas restricciones de aforo. De los 15.000 trabajadores afectados por un Expediente de Regulación Temporal de Empleo (ERTE), entre 5.000 y 6.000 siguen con él a cuestas. Apenas hay turistas extranjeros, que representan entre el 55 y el 60% de los seis millones de personas que visitan Granada cada año. El aeropuerto funciona de manera residual. Y así, un largo etcétera.
“No sabemos cómo nos va a ir en un futuro próximo, hasta septiembre no creo que haya variaciones sustanciales y, a partir de entonces, es posible que vayamos remontando poco a poco”, pronostica Gregorio García, resistiéndose al pesimismo absoluto, aunque dejando también claro que “hasta que no haya un tratamiento efectivo o una vacuna, vamos a seguir mal”.
Pone como ejemplo que la aerolínea Easyjet no va a aterrizar ni despegar vuelos en Granada. “Si Easyjet no quiere venir, ¿quién va a querer?”, pregunta García, también empresario y restaurador, propietario del restaurante Oleum, que por supuesto echa mucho de menos al turismo internacional. El nacional y el europeo es posible que vuelva con cuentagotas. Al norteamericano, sin embargo, ni se le espera.
Aunque en realidad, los problemas no sólo son externos. “El 30% de la gente está trabajando en casa y no sale a desayunar, como tampoco salen a tomarse algo los estudiantes de fuera, porque se han ido”, señala el presidente de la federación.
Un dato demoledor sobre el impacto de la Covid-19 en la hostelería de Granada
Antonio García, secretario general de la citada federación, recalca que la facturación del sector en el primer semestre de 2020 ha caído un 60% respecto al mismo periodo del ejercicio anterior. “Hasta el 14 de marzo funcionó como siempre, pero en el confinamiento no se ha facturado absolutamente nada y, cuando terminó, tampoco se ha mejorado mucho, porque la demanda ha sido y está siendo muy pobre, los bares y restaurantes están pasando las de Caín”, resume, de manera muy gráfica.
No les quedó ni el consuelo de las cruces y el Corpus, “cuyos resultados económicos tampoco hay que magnificar, pero que sí que suman, porque por lo menos los granadinos sí que salimos a la calle esos días y consumimos algo”. Mucho peor, para todo el sector en general, ha sido quedarse sin Semana Santa. “Ese sí que es un periodo importante y que deja mucho dinero a la hostelería”, subraya Antonio García.
Tampoco hay bodas, bautizos y comuniones, de las que comen no pocos empresarios en Granada. Sí tienen un presente algo más positivo los que regentan establecimientos rurales (sobre todo si tienen piscina) y apartamentos turísticos en la costa, porque, como explica el secretario general, “el turista, ahora, lo que busca es un sitio donde no comparta servicios con nadie”.
Poniéndole caras a las crisis

Mayte Olalla, propietaria del Oh My Hostel. FOTO: Lucía Rivas
Detrás de los datos del impacto de la Covid-19 en la hostelería de Granada hay personas, miles de personas. Cada caso es un mundo y es imposible contarlos todos, pero allá van tres, a modo de ejemplos:
En las elecciones municipales de 2015, UPyD perdió el único concejal que tenía en el Ayuntamiento de Granada. Ese acta era de Mayte Olalla, que en vista de los resultados decidió abandonar la política y dedicarse a algo muy diferente: montó un establecimiento hotelero en pleno centro, a tiro de piedra del Paseo del Salón, y lo llamó Oh My Hostel.
Tuvo que entramparse a base de bien para remozarlo por dentro y por fuera, pero al cabo de no mucho tiempo el hostel, de 33 plazas, empezó a funcionar razonablemente bien. Podría decirse que a mediados de 2016 ya había alcanzado velocidad de crucero y las perspectivas de futuro eran halagüeñas.
Muy otra es ahora la situación. Oh My Hostel lleva cerrado desde que se decretó el estado de alarma y su propietaria no tiene nada claro que pueda reabrir hasta marzo de 2021 “si es que por entonces tenemos ya una vacuna”.
“Seremos los últimos en salir”
“Es que este sector va a ser el último en salir de la crisis”, pronostica la expolítica y ahora empresaria, que se basa en varias cosas para decir esto. Por lo pronto, un hostel es un sitio peculiar donde personas que no se conocen de nada pueden compartir una habitación. Y como ahora es obligatorio dejar un espacio de más de dos metros de separación entre una y otra, las que normalmente sirven para seis ahora sólo podrían alojar a dos. Y las de cuatro, a una.
Además, el cliente tipo es extranjero y joven, personas de entre 20 y 35 años con no muchos recursos (abundan los populares mochileros, por ejemplo) que ahora van a verse castigados como los que más por las consecuencias económicas de esta crisis sanitaria. “Muchos se van a quedar en el paro o no van a tener dinero para viajar”, prevé la dueña del hostel.
Su establecimiento, desde que cerró, es una máquina de perder dinero. Mayte Olalla asegura que los gastos ascienden a 4.400 al mes, lo que incluye 1.285 de alquiler, 540 de su cuota de autónoma, 800 por IVA, IRPF y otros impuestos o 200 para una empresa de intermediación especializada en captar clientes, además de luz, agua, calefacción, limpieza, lavandería, sábanas…
Zozobra detrás de la barra

Nicolás Fernández, propietario y empleado del bar Ajoblanco del Realejo. FOTO: Lucía Rivas
Unos 3.000 al mes calcula que ha dejado de ganar en todo este tiempo Nicolás Fernández, propietario del bar Ajoblanco, en el barrio del Realejo. El suyo es un negocio peculiar porque él es su único trabajador y porque combina su tarea detrás de la barra con la de distribuir vinos.
Pero no ha podido hacer ni lo uno ni lo otro. La taberna cerró sus puertas cuando se decretó el estado de alarma, como los restaurantes y locales a los que surte. Y los clientes particulares estaban confinados, así que ni eso pudo salvar. Con el tiempo ha podido colocar “unas cuantas botellas aquí y allá”, pero eso no ha sido ni un paliativo. Ha perdido “los que posiblemente habrían sido los tres mejores meses del año, porque incluyen la Semana Santa y las Cruces”.
Ahora le llega una doble travesía del desierto: la habitual de todos los años, “porque cuando llega el verano y se van los universitarios hay menos negocio”, y la causada por esta crisis, que entre otras cosas se traduce en una drástica reducción del turismo. En consecuencia, Nicolás Fernández tendrá que acostumbrarse “a vender menos, a reducir gastos y a apañarse con menos dinero, porque esto ha venido para quedarse y tenemos que aprender a vivir con ello. El que no lo haga, se irá a pique”.
Como siempre hay un “menos mal” para todo, Mayte Olalla se alegra de que, por lo menos, cuando tuvo que cerrar, no tuviera a ningún empleado, cosa que sí ocurrió hasta pocos meses atrás, “porque si encima hubiera tenido que pagar un ERTE, a lo mejor no habría podido tirar”. Nicolás Fernández opina lo mismo. “No veo al empleado como una carga económica, sino más bien afectiva. El que tiene un buen trabajador en su negocio no quiere prescindir de él”.
Él vivió un ERTE

Jerónimo Bravo, camarero del Asador de Castilla. FOTO: Lucía Rivas
El Asador de Castilla, en la Plaza de los Campos, sí que tiene empleados, casi una decena. Cuando cerró a cuenta del estado de alarma, hizo un ERTE y ahora los ha recuperado. La situación de impasse se ha prolongado más de dos meses, un periodo que Jerónimo Bravo, camarero, recuerda “con inquietud, porque al principio, como casi todos, pensaba que iba a ser poco tiempo, pero conforme se fue prolongando la cosa se fue poniendo más fea”.
Le recortaron de la nómina el 30%, pero peor aún fue “la angustia de saber cuándo iba a volver, la incertidumbre de qué pasaría, y un poco también saber si iban a volver a contar conmigo. Que pensaba que sí, como ha pasado, pero siempre tienes la duda”.
También cree que el virus va a estar entre nosotros mucho tiempo y, aunque en el local donde trabaja ve que la gente “se comporta”, también advierte que hay bastante gente “que después del confinamiento se ha ido relajando y está perdiendo el miedo. Eso no puede ser bueno”.
El sinvivir del día a día
Mayte Olalla lo ha pasado fatal, no lo oculta. Sobre todo los dos primeros meses tuvo serios problemas para conciliar el sueño. Por supuesto, todavía no ha terminado de pagar el crédito que pidió para la reforma del hotel, por el que tiene que abonar 400 euros al mes. Saber que, por muchas vueltas que le diera, no podría reabrir hasta garantizar el lleno, “porque hacerlo al 30% de su aforo es seguir perdiendo dinero”, la llevó a una situación de incertidumbre.
Así ha podido capear el temporal. Con eso, con la exención del pago de autónomo y con la recepción de una paga de 1.260 euros mensuales como compensación a su base de cotización. No le han reducido los impuestos y ha llegado a un acuerdo con los propietarios del inmueble para que el alquiler le sea más llevadero.
No tiran la toalla
Pese a todo, tiene claro que el hostel volverá. “Mientras tanto yo haré otra cosa, porque no puedo estar parada. Voy a entrar en el sector inmobiliario, donde creo que puedo aportar alguna idea interesante, y cuando tenga garantizado que podemos volver a trabajar como antes, el hostel reabrirá”, anuncia.
Nicolás Fernández tampoco da la batalla por perdida, o no del todo. Seguirá al pie del cañón. Y eso que, en su caso, tampoco le han reducido impuestos ni otros gastos y ha afrontado a pulmón el pago de más de mil euros al mes para mantener su local a flote. “Por suerte no he tenido que endeudarme”, matiza.
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