Este 25 de noviembre se conmemora el Día Internacional por la eliminación de la violencia contra la mujer y puede que sea una fecha apropiada para hacer alguna que otra reflexión. Por ejemplo, que quizás la gente se haya acostumbrado a convivir con esa barbaridad, que cada vez que hay una noticia tan salvaje como la muerte de una mujer por este motivo se produce un sobresalto, como es lógico, pero al final (casi) todo queda en una cifra más en una estadística macabra y un minuto de silencio en una plaza pública.
No es la única reflexión. Quizás, si escucháramos con atención los testimonios de mujeres que han sobrevivido a la violencia machista, si prestáramos realmente nuestros oídos cuando cuentan su calvario, si nos pusiéramos sólo por un momento en su lugar, igual nos daríamos cuenta de que somos unos miserables cuando nos quejamos de que hemos tenido que aparcar en el quinto pino o que la tienda donde íbamos a comprarnos unos vaqueros está cerrada. Deberíamos dar gracias todos los días (a algo, a alguien, a la vida misma, allá cada cual) en vez de ser tan mezquinos.
Testimonios estremecedores
Su nombre de pila empieza por C, nació hace unos 35 años en Camerún y, tras perder a sus padres y ver que no lo iba a tener fácil para ganarse la vida, dejó a sus dos hijos con los abuelos y se fue a Argelia, donde unas personas le habían prometido un trabajo.
Al poco de llegar allí se dio cuenta de que ese trabajo no existía. Pero C y las otras quince mujeres que viajaron con ella no sólo fueron engañadas; también les quitaron los teléfonos móviles y el dinero, y el cabecilla de la banda que las condujo hasta el país las vendió a otro tratante de mujeres. A un esclavista moderno, si se prefiere.
La obligaron a trasladarse andando de Argelia a Marruecos, larguísimas caminatas que soportó a duras penas. Le daban terrones de azúcar para que dispusiera de más energía
Desde Argelia, el desdichado grupo se fue andando hasta Marruecos, larguísimas caminatas que soportaron a duras penas. Les daban terrones de azúcar para que dispusieran de más energía. Y les exigieron dinero por el viaje, encima. Pero como no llevaban, porque hay que recordar que les habían robado todo, se los fiaron. C se vio en la tesitura de que tendría que devolver a la banda 25.000 euros cuando llegara a Europa, la tierra prometida, y empezara a trabajar. Si no, su familia de Camerún sufriría las consecuencias.

Mujeres tras los famosos escaparates de Amsterdam (Holanda), donde la prostitución es legal. Foto: Lucía Rivas
Empezó a trabajar en Marruecos. La obligaron a prostituirse, a menudo con hombres que no utilizaban ningún método anticonceptivo. La consecuencia es que se quedó embarazada, pero eso no produjo ningún sentimiento de alegría entre los esclavistas, que metieron a C en una patera cuando ya estaba bien avanzado el periodo de gestación.
Aunque se encontraba en avanzado estado de gestación, la forzaron a subir en una patera y estuvo a punto de perder a su hija
La embarcación fue interceptada y para ella fue una suerte, porque en Tarifa se dieron cuenta de que la vida del feto y la de ella misma corrían peligro y la enviaron al hospital. C y su hija se salvaron, y de camino también acabó su tortura porque poco después, Amaranta (sobre la que girará este artículo un poco más adelante) se hizo cargo de ella.
Segura pero siempre alerta
Ahora vive y trabaja en Granada. Su hija ha empezado a ir al colegio y ella se siente relativamente segura, porque se sabe custodiada.. Trabaja y ahorra para traer a sus hijos desde Camerún. Aun así, no las tiene todas consigo. Sabe que no sería la primera a la que las redes, que operan en muchos países, vuelven a localizar y a secuestrar para seguir lucrándose a su costa. A quien no tiene escrúpulos no le detiene nada. Sabe también que sólo pagó la mitad de lo que les debía, así que no les extrañaría que quisieran cobrarle el resto.
Sabe que sólo pagó la mitad de lo que las redes le reclaman, así que teme que vuelvan a por ella para cobrar ese dinero
La que tiene un nombre que empieza por S nació en Nigeria hace algo menos de treinta años y está literalmente aterrada. Habla de forma atropellada, es difícil seguirla tanto si se expresa en un español precario como si lo hace en inglés. Su deslavazada historia está cosida por el hilo del terror. Hasta duele escucharla.
Salió de su país para buscarse un futuro y, como en el caso anterior, fue a parar a Marruecos. Allí, para no variar, también fue forzada a prostituirse. Y lo mismo le ocurrió cuando la trasladaron a España. En Granada, Málaga y Madrid, pese a que se negaba una y otra vez, le tocó subirse a coches de desconocidos para una ración rápida de sexo.
Nunca revelará el nombre de la mujer que dirigía con mano de hierro a las prostitutas. Está segura de que su familia nigeriana sufriría las consecuencias. Teme, de hecho, que esa mafia estuviera detrás del asesinato de su madre y su hermana
Se pone especialmente nerviosa cuando menciona a su jefa, la madame que dirigía el cotarro. Asegura que es la responsable del asesinato, en Nigeria, de su madre y de su hermana. Que la obligaba a ingerir un bebedizo de alcohol y drogas. Que acostumbraba a pegarle. Que la tenía continuamente amenazada.
De eso hace ya años y, aunque S vive en Granada, en una casa de acogida cuya ubicación sólo conocen las trabajadoras de Amaranta y unos cuantos policías, su día a día sigue siendo un tormento. Nunca, bajo ningún concepto, ha revelado el nombre de esa madame. Está convencida de que eso le traería funestas consecuencias, así que ni se lo ha dicho a los policías nigerianos que se lo preguntaron (entre los que, según deja entrever, hay más de un agente corruptible) ni a los españoles.
Unas fotos espeluznantes
Muestra fotos de lo que supone quebrantar esa norma y ver eso sí que pone los vellos de punta: están tomadas en Nigeria y se ve, por ejemplo, a un hombre que sostiene el cuerpo de otro al que le acaba de cortar la cabeza. Esa cabeza, para que quede constancia de su hazaña, aparece en la foto siguiente, dentro de un cubo. Pone el cuerpo malo contemplar las imágenes aunque sea dos segundos, es asqueroso.
Está convencida de que, si se va de la lengua, se verá así. Porque esa mafia sigue operando y puede estar más cerca de lo que parece. No se le va el pánico ni ahora que tiene la documentación en regla. Y desde luego no está más tranquila tras la visita que hizo a su país natal. Allí, su padre se sorprendió tanto de verla viva que al principio se negó a creerlo.
A ella le gustaría traerlo a España, pero sabe que para eso hace falta dinero y suerte. Y también superar su trauma, que llega hasta el punto de que se niega en redondo a ser fotografiada. Ni de espaldas, ni difuminada ni de ninguna manera. Se opone incluso a que en la foto se vea sólo una mano, porque tiene marcas y teme que la puedan reconocer por ellas.
Flores que no se marchitan, mujeres que no se rinden
La amaranta es una flor morada que está activa en invierno y en verano. Toma su nombre del griego amarantós, que significa imperecedero. En el caso de la flor, sería la que no se marchita. En el de la fundación que también se llama así, “mujeres que no se rinden”.
Quien habla es Susana Mataix, trabajadora social y coordinadora del grupo interdisciplinar de 13 mujeres que, desde el año 2006, trabaja en Granada para cohesionar la obra social de la orden de Las Adoratrices. «Persigue un fin civil, que es el de incorporar a la sociedad a mujeres que han estado y están en un contexto de prostitución”, recalca. Hay sedes de Amaranta en Orense, Gijón, Palma de Mallorca, Valencia, Algeciras, Madrid y Granada. Esta última trabaja con más de 60 mujeres que proceden sobre todo de África, aunque también de Suramérica y Europa del Este.
Algunas mujeres llegan solas y otras con sus hijos. Las derivan a la asociación entidades sociales, servicios comunitarios o cuerpos y fuerzas de seguridad cuando observan que están en riesgo. A partir de ahí, explica Susana Mataix, el objetivo es “acabar con esa situación de vulnerabilidad y lograr que tengan acceso a derechos”.
Obviamente, allí han visto de todo, y casi nada agradable. Las que llegan son normalmente mujeres que han sido explotadas sexual y laboralmente, víctimas de las redes que tratan con personas como si fueran mercancía y que no tienen ni dinero, ni papeles ni absolutamente nada, pero que además precisan atención psicológica.
La seguridad es lo primero, porque las redes acechan
“De entrada miramos el riesgo que corre, teniendo en cuenta siempre que lo que debe primar ante todo es su seguridad. Porque esas redes de las que han escapado están ahí”, cuenta la trabajadora social, que por supuesto no desvela dónde están ubicadas las casas de acogida en las que se alojan las más vulnerables, pero sí que, en algunos casos, se las aleja de los lugares donde las pueden volver a secuestrar. «Lo más seguro para ellas es que sean trasladadas, aprovechando la red de recursos de Amaranta o Adoratrices en otros lugares».
¿Se puede actuar contra esas mafias y desmantelarlas? Es un objetivo de la policía, claro, pero, como cuenta Mataix, el problema es que “las mujeres, en su gran mayoría, no denuncian. Por miedo, porque todavía tienen una deuda pendiente con la red o porque temen que les pase algo a sus familiares en sus países de origen”.
Queman casas y matan. Ellas lo saben y les da mucho miedo que toquen a su gente en su país de origen
Eso ocurre, de hecho. “Queman casas y matan. Eso a ellas les da mucho miedo. Alguna me ha dicho: que me peguen a mí, pero a mi familia que no la toquen”. Una confesión que, como todas las que llegan a Amaranta, se queda allí dentro, porque la complicidad y la confianza son esenciales. “Nosotros colaboramos con la policía y con los servicios sociales en lo que haga falta, pero no desvelamos lo que nos cuentan”.
Pero de las experiencias que le han narrado, la trabajadora social saca la conclusión de que muchas mujeres tienen “normalizada” la violencia, porque en sus países de origen “es tan fuerte y está en tantos niveles, que llegan a creerse que las cosas funcionan así, hasta el punto de que tardan en entender que todas esas cosas son delitos. Es brutal el desconocimiento que tienen de sus propios derechos”.
Los clubes de alterne se sustituyen por casas
Las redes de trata de personas son poderosas y mueven mucho dinero. Menos que las armas, pero más que las drogas. Y siempre van por delante, desgraciadamente. Por ejemplo, el obligado cierre de los clubes de alterne cuando el confinamiento, no acabó, ni mucho menos, con la explotación de las mujeres. “Esas mismas redes las trasladaron a pisos para seguir prostituyéndolas allí, y en esos pisos es difícil acceder sin que haya una denuncia. Y ellos ya procuran moverlas de sitio cada cierto tiempo para que no las identifiquen”, narra la trabajadora de Amaranta.
La casa de acogida, precisa, es un terreno seguro pero también el primer paso para prosperar. “Es fundamental que la tengan cuando la necesitan, pero para salir de sus circuitos necesitan opciones. La Ley de Extranjería es la llave con las que las mujeres de origen extranjero pueden acceder a derechos, como las autorizaciones de residencia y trabajo. Pero no es suficiente. Conseguirles una documentación es lento y difícil, y si no están reguladas, siguen siendo invisibles y no pueden vivir en un espacio libre”, resalta.
Más complicado es aún el reagrupamiento familiar que ellas desean. “Lo pasan muy mal por estar lejos de los suyos, pero para traerlos hace falta que ellas tengan un contrato indefinido, que demuestren arraigo en la comunidad y una estabilidad económica”, continúa.
Es maravilloso ver a una mujer que llegó destrozada y sale de esto, y también que nos considera su familia, que formamos parte de su vida»
Normalizar la situación de una víctima es un proceso que lleva años. Su recuperación emocional puede tardar toda la vida. Pero lo peor es que ha habido casos en los que las redes han vuelto a atraparlas. Susana Mataix recuerda un caso concreto, una “decepción terrible”. Las avisaron de un secuestro y sólo llegaron a tiempo para ver un zapato de la mujer en la carretera. Fácil es imaginar que se le cayó en el forcejeo antes de subir por la fuerza en un coche.
Por fortuna, también hay casos gratificantes. Susana Mataix concluye con una nota de alegría, después de todo. “Es maravilloso ver a una mujer que llegó destrozada y que sale de eso. Y también comprobar que nosotros somos su familia aquí, que formamos parte de su vida aunque ya hayan terminado el proceso de recuperación. Ellas saben agradecer lo que hacemos y te consideran una más de su familia. Es muy gratificante”.
Un estremecedor y necesario reportaje, Guillermo, y tan bien escrito como acostumbras. Enhorabuena.
José Miguel Muñoz